En la mira

El matrimonio entre homosexuales y el temor a las definiciones

 

El psicoanalista rechaza el tratamiento de algunas personas que acuden a su consultorio porque no hay posibilidad de eliminar los problemas de personalidad que le plantean y considera deshonesto darles falsas esperanzas. Puede no admitir a otros pacientes por motivos de edad, poca para entender el análisis o más de 50, con excepciones, porque ha formado muchas resistencias y tampoco es un sujeto adecuado para el diván.

El rechazo es “de cajón” con tres de las llamadas psicopatologías: el psicópata, el paranoico y el homosexual.

Muchos homosexuales no sólo aceptan su condición sin sentimientos de culpa, sino que la viven a plenitud sin aceptar distingos.

Pero los hay que viven atormentados y se presentan con el psicoanalista para solicitar ayuda. Tras la consulta previa, el profesional los induce a aceptarse tal como son y a intentar vivir sin esa culpa que los agobia.

Pero el problema es mayor cuando tratan de vivir en pareja. A su carga de tensiones se añade la del otro del mismo sexo. Pueden o no resolverlo, pero saben perfectamente que el físico con el que nacieron, como cualquier otro hombre o mujer, tiene tales atributos que de manera natural implica la unión con alguien del sexo opuesto.

Que la pareja sea del mismo sexo porque así lo desean es aceptable y se conmina a no discriminar por la preferencia, pero queda claro que los homosexuales no pueden tener hijos entre ellos.

Sin embargo, hay quienes no acaban de aceptarse como son y pretenden que la sociedad les dé un papel en el que se especifique que son iguales a las parejas heterosexuales, cuando no lo son y en esa diferencia deberían de encontrar (hay quienes lo hacen) su deseo satisfecho.

Es el caso de los matrimonios entre homosexuales. No pueden tener hijos y desean adoptarlos, pero lo ideal sería que reflexionen sobre el tema. La educación, el ejemplo que darán a los niños que intentan ver crecer juntos no será la que enseña la relación sexual con el objetivo no sólo de satisfacer un  deseo, sino para procrear, como ha sucedido desde que la humanidad existe.

Adoptan sólo para satisfacer parte de su angustia, para afirmarse como pareja, para gritar a los demás y a sí mismos que las diferencias ya no son tantas, pero no buscando lo mejor para los pequeños, que nadie puede dudar que es la enseñanza y el ejemplo de la relación heterosexual.

Nadie les impide, ni debe hacerlo, vivir en pareja y amarse, pero aferrarse a tener hijos adoptados para parecer un matrimonio lo más “normal” posible es, por decir lo menos, egoísta.

El pasado 5 de agosto, la Suprema Corte de Justicia de la Nación declaró que el matrimonio entre personas del mismo sexo es constitucional en el Distrito Federal y cometió un grave error porque al hacerlo olvidaron que esa psicopatología (la definición es correcta) puede conducir a trastornos que afectarían la vida en pareja y la de sus descendientes de manera irreparable.

Bastaba la figura de Sociedad de Convivencia, que protege los derechos de los homosexuales que viven en pareja, pero es evidente que el afán por obtener ganancia política, más adeptos, dio pie a la promulgación de la nueva ley.

¡Lástima! Las sociedades que promueven la corrupción del matrimonio, en lugar de señalar a las nuevas generaciones el camino de la unión familiar entre padre, madre e hijos, están condenadas a desaparecer.

La familia de madre, madre e hijos, o padre, padre e hijos es solamente una farsa y esta afirmación cuenta con el respaldo de los homosexuales conscientes.

El tema, tratado de esta manera, ha sido esquivado por diversos medios de información y por muchos periodistas que temen la condena de algunos de sus lectores, o tienen miedo a las palabras, pero es más sano llamar pan al pan y vino al vino.

Está bien que el homosexual salga del closet, no debe temer a declarar cuál es su verdadera personalidad ni a la libre expresión de sus ideas; el periodista tampoco debe reprimir su opinión en este tema.

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